jueves, 4 de diciembre de 2014

El señor Canamico, Curaca de Capaya

En el antiguo Tucumán había diversos pueblos indígenas. Uno  era Capaya cuyo curaca se llamaba Canamico. Cuando llegó Diego de Rojas, mientras los demás curacas huyeron con su gente, él  salió valientemente a su encuentro para defender la tierra heredada de sus antepasados. Apareció en medio de la selva a la cabeza de su comitiva integrada por hombres de guerra, llegó a cierta distancia del jefe español y se detuvo. Venía en andas, modo usual de trasladarse de los señores indios a lo largo de toda América que en él se justificaba pues tenía amputada una pierna. 

Venía con mala voluntad y peor semblante, lo que se  ecentuó en el mensaje que le dio al indio peruano, intérprete quichua-español, para que  lo transmitiera a Rojas: que no tenía por qué ingresar en la tierra que pertenecía a ellos, los tonocotés. 

Rojas escuchó el mensaje, pero permaneció tranquilo. Cualquier reacción violenta  podía desencadenar un choque armado  y deseaba evitarlo: ellos eran sólo treinta y seis soldados más un puñado de indios amigos, mientras que  Canamico contaba con unos  mil quinientos guerreros. Por eso le envió respuesta con el P. Francisco Galán  para explicarle que no venía en son de guerra, sólo en busca sólo de comida y de un lugar donde acampar.

El religioso aceptó la misión  a regañadientes y no le faltó razón porque tan pronto se aproximó a Canamico, los indios  le apuntaron con sus flechas no obstante verlo desarmado y sin más compañía que el intérprete. Se asustó, giró sobre sus talones y regresó corriendo,   gritando  que  los indios atacaban.

Rojas, siempre sin perder la calma,  ordenó a sus hombres que estuviesen a punto de pelea mientras él, montado en su caballo y con sólo el  intérprete, fue a hablar personalmente con Canamico. Lo saludó en nombre de Carlos V quien  -le dijo- deseaba que todos los indios fueran sus vasallos y se convirtieran al  cristianismo, pero el curaca lo interrumpió para repetirle   su primer mensaje agregando que, si insistía, le daría guerra. A continuación,  los indios flecheros  se aproximaron amenazantemente a Rojas.

Este, comprendiendo  que era una maniobra para ponerlo nervioso, se limitó a reprender a los flecheros por su actitud tan hostil,  siendo que él venía en son de paz. El intérprete tradujo y entonces Canamico sonrió socarronamente y explicó que sus indios eran tan malcriados, que aunque a él les había  prohibido comportarse así, habían  desobedecido. Con esta burla  Rojas comprendió que era inútil continuar mostrándose manso; que era el momento de sorprender al curaca con una manifestación de poderío:
Espoleó al caballo  y lo hizo escaramucear bajo el sol que relumbraba sobre la armadura; esta era la seña que aguardaban sus hombres para atacar. Canamico aún no se había repuesto de la intempestiva reacción de su interlocutor,  cuando  los cascos de los  treinta y seis caballos hicieron  retumbar la tierra con su galope y en un instante estuvieron sobre los indios.

La lucha  que Rojas quiso evitar se desató, pero, afortunadamente,  fue  brevísima porque el estupefacto  curaca cayó en manos de los españoles, hecho que, entre los indios, era motivo para deponer las armas.

Canamico dio a Rojas un sitio donde sentar su real y abundante comida;  se declaró vasallo de Carlos V y aceptó convertirse al cristianismo. Rojas, que ordenó a su gente tratar al vencido  según su jerarquía de señor, una vez pasado el enojo reconoció que si  obró como lo hizo, fue por defender su pueblo y porque poseía un coraje que los otros señores no habían mostrado. El curaca, por su parte, valoró a Rojas como un valiente y noble guerrero que, pudiendo haberlo matado o humillado, lo había respetado.

 El hecho es que, después de tan mal comienzo, terminaron apreciándose sinceramente.  

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