miércoles, 30 de marzo de 2016

Una victoria trascendental

Al escuchar el grito de guerra de Atahuallpa, Valverde corrió a donde estaba Pizarro y le dijo: “¿Qué hace vuestra merced que Atahuallpa está hecho un Lucifer?” Pizarro que había seguido la marcha de los sucesos,   ordeno tocar trompetas  y salió a la plaza con toda la gente de [a] pie que con él estaba… diciendo: ¡Santiago y a ellos! Al escuchar esta consigna, irrumpieron en tropel, como en un estallido, todos los españoles que habían permanecido ocultos mientras Pedro de Candia disparaba dos tiros de artillería.

Fue todo en un instante, recordaba un testigo. Todo sucedió de manera tan contundente, tan vertiginosa que la confusión se  apoderó de los hombres de Atahuallpa hasta trasformarse en pánico cuando, arremetiendo los de [a] caballo, se abalanzaron contra ellos blandiendo picas y espadas. Entonces se produjo una estampida en la que los 7.000 que eran pujaban  todos por  llegar a la única puerta de  salida de la plaza. Eran tantos -recordaba el testigo- que, por huir,  derribaron una pared contra la que se apeñuscaron en la desesperación. Muchos murieron al ser pisoteados por sus propios compañeros en fuga o por los caballos tan enardecidos como sus jinetes.

El atónito Atahuallpa se mantenía en su litera  hacia la cual se abrió camino Pizarro quien, temeroso de que resultara muerto, con ayuda de  cuatro compañeros lo tomó de un brazo para hacerlo bajar. Tenía razón en intentar salvarlo  porque, en pocos minutos,   todos los que traían las andas perecieron y  el Inca cayó al suelo; su aspecto era lastimoso pues estaba despojado de sus vestiduras que los españoles se las habían roto al querer sacarlo de la litera. Pizarro lo llevó a la casa que ocupaba, ordenó sacar ropa de la mucha tejida por las Vírgenes Escogidas guardada en los depósitos de Cajamarca,  y le hizo vestir y sentar cerca de sí, aplacándole del enojo y turbación que tenía de verse… caído de su estado imperial.

Al llegar la noche Pizarro lo hizo sentar a su mesa… haciéndole buen tratamiento y sirviéndole como a su misma persona… Luego mandó que le tendieran una buena cama en la cámara [en la] que él mismo… dormía… y dispuso darle  de sus mujeres que fueron presas, las que él quiso para su servicio… No lo hizo encadenar pues, para custodiarlo, bastaban los guardas que velaban junto a la puerta.

No obstante estas consideraciones, Pizarro se mantenía alerta  y habló así a su gente: Si bien Dios nos ha dado victoria no nos descuidemos, que aunque [los hombres de Atahuallpa] van desbaratados son mañosos y diestros en la guerra, y este señor es temido y obedecido…

martes, 22 de marzo de 2016

PIZARRO Y ATAHUALLPA: inminencia de un encuentro.

El cronista Francisco de Jerez relata que aquella noche del día 15, Pizarro, sabiendo ya que por cada cristiano había quinientos indios… arengó a su gente diciéndoles a todos que hiciesen de sus corazones fortalezas, pues no tenían otras, ni otro socorro, sino el de Dios… Finalmente les ordenó tener sus caballos ensillados.

Al llegar la mañana, vieron cómo Atahuallpa dejaba su campamento y se encaminaba pausado y solemnemente hacia Cajamarca; había anunciado que vendría  desarmado, pero  los españoles sabían por espías que, aunque parecían sin armas…, venían con ellas ocultas bajo la ropa.  Ante la gravedad de la situación Pizarro distribuyó a su gente de la siguiente manera: En una de las casas  ubicó a su hermano Hernando Pizarro con catorce o quince de a caballo; en otra… [a] Hernando de Soto con otros quince o dieciséis de caballo;… en otra… [a] Benalcázar con otros tantos.  En otra estaba él con dos o tres de a caballo y… veinte y cinco hombres de [a] pie, mientras que en la fortaleza estaba Pedro de Candia… con ocho o nueve escopeteros y cuatro tiros de artillería… que dispararía cuando se lo ordenara.  La instrucción era que ninguno saliese… a la plaza de modo que pareciera que no había nadie en ella. Que sólo salieran cuando él diera la voz de ¡Santiago y a ellos!

La imagen del ejército de Atahuallpa era imponente, espectacular,  amedrentante. Cada uno de los 30.000 hombres tenía sobre la frente un disco de cobre o de oro o de plata que daban tan gran resplandor que ponía espanto y temor al verlo. Como a las cinco de la tarde  comenzaron a ingresar en la plaza, cada uno de los escuadrones con libreas de distinto color. Detrás de éstos, en una litera muy rica… venía… Atahuallpa, la cual traían ochenta señores todos vestidos con una librea azul muy rica, y él vestida su persona muy ricamente, con su corona en la cabeza y al cuello un collar de esmeraldas… sentado en la litera… Llegando al medio de la plaza paró… y toda la gente de guerra que entraba en la plaza, [lo rodeó] estando dentro hasta 6 o 7 mil hombres. Como él vio que ninguna persona salía [a recibirlo]…, tuvo creído… que nos habíamos escondido de miedo de ver su poder, y dijo: ¿Dónde están estos? ¿Qué es de éstos de las barbas? Y uno de sus acompañantes le respondió: Estarán escondidos.

De pronto, de una de las casas salió el fraile dominico Vicente de Valverde  que integraba la hueste pizarrista y, mediante intérprete,   le dijo que el Papa había dado sus tierras a los españoles y que éstos,  por mandato del emperador Carlos V, habían venido  para convertir a sus habitantes  a la fe cristiana, manifestación que molestó mucho al Inca quien se sentía señor absoluto. A continuación se produjo el siguiente, singular diálogo:

Atahuallpa: ¿ Quién dice eso?

Valverde: Dios lo dice.

Atahuallpa: ¿Cómo lo dice Dios?

Valverde le respondió que lo decía a través de las Sagradas Escrituras y le alcanzó un breviario. Atahuallpa lo ojeó sin encontrar que  ese objeto tan extraño para su cultura fuera respuesta a su pregunta. Se encolerizó sintiéndose burlado y con mucha ira y el rostro muy encarnizado  lo arrojó violentamente al suelo al tiempo que, poniéndose de pie sobre la litera,  gritaba a sus hombres: ¡Ea, ea, [que] no escape ninguno!

Era una orden de ataque y su hombres le respondieron: “¡Oh Inca!” que quiere decir “hágase así.”

De este modo, en aquel atardecer del sábado 16 de noviembre de 1532, comenzó un encuentro que, si bien duró escasamente media hora, marcó el fin del imperio incaico construido durante más de tres siglos.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Dos adalides rumbo a CAJAMARCA

En medio de los Andes peruanos, aproximadamente a 5°4’ de latitud sur, se encuentra Cajamarca, localidad  donde tuvo lugar un hecho de trascendencia histórica: el encuentro de Francisco Pizarro con Atahuallpa.

Era fines de 1532 y el Inca se encaminaba a Cajamarca. Iba  exultante y ensoberbecido pues había derrotado y apresado a su hermano Huáscar en la cruel guerra que mantuvieron  por la posesión del trono. Gracias a sus espías estaba enterado de la aparición de hombres extraños, barbados que montaban animales nunca vistos, que marchaban hacia el mismo destino. Eran menos de 200 por lo que  consideraba que podría eliminarlos fácilmente cuando así lo quisiera.

Se trataba de Francisco Pizarro que iba a su encuentro, a la cabeza de una hueste integrada  por 164 hombres: 62 a caballo y 102 a pie. Cuando el viernes 15 de noviembre llegó a Cajamarca, encontró el pueblo vacío, excepto por las Vírgenes Escogidas, encerradas en sus Casas, dedicadas  a hacer vestimenta, ojotas y chicha para el ejército del Inca. Pizarro se alojó en el lugar que le pareció más seguro: la plaza. Era un extenso espacio amurallado, con una sola puerta de ingreso, dentro del cual se levantaban tres enormes casas  o galpones y una fortaleza ubicada en el centro. Desde la altura de ella podía verse, a la distancia, el real o campamento  de Atahuallpa que el cronista Francisco de Jerez describió así:

Estaba asentado a la falda de una serrezuela; las tiendas eran de algodón, tomaban una legua de largo, en medio estaba la de Atahuallpa. Toda la gente estaba fuera de sus tiendas en pie, y las armas hincadas en el campo, que son unas lanzas largas… Parecióles [a los españoles] que había en el real más de treinta mil hombres.

Así lo corroboraron quienes, enviados por Pizarro,  fueron a la tarde a saludar al Inca. Uno de ellos observó que Todo el campo estaba cercado de escuadrones de gente armada con picas, alabardas y flechas, más tiraderas, hondas… porras y mazas. Además, el Inca en todo momento  se mantuvo  rodeado por unos cuatrocientos indios que parecían gente de guarda. Los españoles, mediante un intérprete, le transmitieron el  mensaje que Pizarro le enviaba: que viniese a verse con él, porque tenía mucho deseo de… conocerlo  por las buenas nuevas que de él tenía. Como ya anochecía, los visitantes dieron por concluida su visita y se despidieron, quedando Atahuallpa de ir a ver a Pizarro el otro día…

Llegada la mañana de ese nuevo día, dos veces el Inca le envió mensajesdistintos al jefe español; una vez decía que había de venir con sus armas, otra vez… que había de venir sin ellas. Pizarro, cuya norma era jamás mostrar vacilación ni temor, le respondió Que venga enhorabuena como quisiere, que de la manera que viniere lo recibiré como amigo y hermano. Sin embargo, no dudaba de que el orgulloso Atahuallpa vendría armado, dispuesto a aniquilarlos a él y a su gente, confiado en la superioridad numérica de su ejército. Entonces comenzó a planificar la estrategia a seguir.

domingo, 6 de marzo de 2016

ATAHUALLPA, el último INCA.

Los españoles que lo conocieron dejaron vívidos relatos que permiten conocer cuál era su apariencia y su modo de ser.

Hernando Pizarro que fue a saludarlo en nombre su hermano  Francisco, el conquistador del imperio incaico, lo encontró en una residencia situada en el camino entre Cuzco y Quito, ciudad a la se dirigía acompañado por numeroso séquito y cuarenta mil hombres de guerra. Estaba sentado en un duho  o escabel con toda la majestad del mundo, cercado de todas sus mujeres e muchos principales cerca de él,  manteniendo siempre la mirada baja, como ajeno al mundo. Pizarro le habló, pero nunca logró que le respondiera sino un principal suyo hablaba por él. En lo poco que le dijo -siempre por el intermediario- fue que sabía que los españoles eran mala gente y no buena para la guerra y, al decir  esto, sonrióse dando a entender que los subestimaba.

Francisco de Jerez, que acompañaba a Pizarro, lo describe así: Era hombre de treinta años, bien apersonado y dispuesto, algo grueso, el rostro grande, hermoso y feroz, los ojos encarnizados en sangre (enrojecidos). Hablaba con mucha gravedad, como gran señor; hacía muy vivos razonamientos… Era hombre alegre aunque crudo… Hablando con los suyos era muy robusto, es decir, áspero.

Otro testigo, Juan Ruiz de Arce, cuenta que en ese momento en  que lo conocieron tenía vestida una camisa sin mangas y una manta que le cubría todo. Tenía una reata o faja apretada a la cabeza; en la frente, una borla colorada. No escupía en el suelo; cuando gargajaba o escupía, ponía una mujer la mano y en ella escupía. Todos los cabellos que se le caían por el vestido lo tomaban las mujeres y los comían… El escupir lo hacía por grandeza; los cabellos lo hacía porque era muy temeroso de hechizo, y porque no lo hechizasen los mandaba comer.

 Ruiz de Arce también cuenta que le llamaron la atención los caballos y, antes que nos fuésemos, nos rogó que arremetiésemos con uno, que deseaba mucho verlos correr. Luego uno de los compañeros arremetió [con] un caballo dos o tres veces. El espectáculo, desconocido para los indios, provocó que algunos  retrocedieran  atemorizados cosa que enfureció a Atahuallpa quien, cuando la comitiva española se retiró, mandó que hiciesen justicia de ellos e que les cortasen las cabezas; según un testimonio anónimo, también a sus mujeres e hijos. Después los españoles se enterarían de muchos, similares e innecesarios actos de crueldad ordenados por el soberano.