viernes, 1 de diciembre de 2017

Recuerdos de los años 30


 Cuando hablamos de progresos que mejoran la vida diaria, generalmente nos referimos a los tecnológicos tales como teléfono, computadora, televisión,  pero hay otros de bajo perfil que merecen mencionarse:
Uno es la práctica bolsa de residuos y para que las generaciones  jóvenes valoren  lo que digo les cuento esto: En mi juventud la basura domiciliaria compuesta mayormente por restos de comida, se echaba en un cajón de madera  que, cada mañana, se sacaba a la acera para que el basurero lo vaciara en el camión recolector del municipio. En ese cajón quedaban adheridos restos que, obviamente, se descomponían, por lo que olía mal al punto de que yo lo recuerdo como uno de los objetos más asqueantes  del equipamiento doméstico.
Otro objeto antihigiénico y asqueante, y que hoy afortunadamente ya no existe, era la salivadera. Se la encontraba en todo lugar público, -oficinas, salas de espera- porque los señores acostumbraban mascar tabaco cosa que  los hacía salivar abundantemente obligándolos a escupir a cada rato. Si eran educados lanzaban el escupitajo dentro de la salivadera; si no, donde les viniera en gana.
Como opción a esta masticación existía el cigarrillo consistente en el tabaco envuelto en papel especial, sin embargo, el más común era el cigarrillo de chala en que un envoltijo de este material reemplaza al papel. Se los vendía en almacenes, verdulerías o en la calle en atados de seis o doce. Poco a poco los reemplazó el cigarrillo de marca a cuya difusión contribuyó  Hollywood, ¿por qué? Porque los astros más rutilantes -Marlene Dietrich, Humphrey Boggart- solían fotografiarse fumando lo que les confería seductor glamour. Por una vuelta de la vida, hoy el cigarrillo pasó del glamour a la categoría de  vicio nocivo para la salud y está prohibido fumar en lugares públicos.

                                                           Teresa Piossek Prebisch

domingo, 29 de octubre de 2017

Recuerdos de los años 30. La fauna urbana

Habitantes numerosos del San Miguel de mi infancia eran los perros. Muchos nacían en la calle y pasaban su vida en ella, a la buena de Dios,  pero había otros domésticos y calculo que  cada vivienda contaba con  unos dos o tres. Por lo general eran caschis, sin raza ni “prosapia”, de variada altura y pelaje o bien pelados del todo como los extinguidos perros pila cuya pelambre se reducía a un copete crespo en la cima del cráneo. Tanto unos como otros eran callejeros por antonomasia pues los domésticos tenían por hábito salir diariamente a pasear y regresaban a sus hogares sólo para comer y dormir o porque lloviera torrencialmente. Circulaban por las aceras e ingresaban a bares, iglesias, escuelas, oficinas públicas en seguimiento de sus dueños no obstante los esfuerzos de éstos por alejarlos o ignorarlos. Resultaban una especie de plaga para la ciudad y la pauta lo da el hecho de que la Municipalidad creó una repartición especial para reducirlos: La perrera.
Su brazo ejecutor  era un camión-jaula que recorría las calles con un empleado que enlazaba a los canes y los echaba dentro por una tapa-trampa existente en su parte superior. El espectáculo que ofrecían los capturados era doloroso pues el instinto les decía que tenían las horas contadas y así en era efectivamente: el can al cual sus dueños no rescataban eran “ejecutados”. ¿Y de qué modo el dueño se enteraba de que su cuadrúpedo había sido capturado? Generalmente mediante la solidaridad vecinal pues no faltaba alguno que hubiera presenciado la captura y se llegaba a su casa con el afligente mensaje: “¡A ………. (y aquí decía el nombre del capturado) lo ha agarrado La Perrera!” Al escuchar esto, el dueño sin dilación debía salir a rescatarlo sin olvidar llevar dinero para pagar una multa.

Teresa Piossek Prebisch

domingo, 10 de septiembre de 2017

UN HURACÁN EN EL SIGLO XVI

DESCRIPTO POR ALVAR NÚÑEZ CABEZA DE VACA

Alvar Núñez Cabeza de Vaca en 1541 fue designado segundo adelantado del Río de la Plata, pero su carrera americana comenzó muy lejos de aquí, en el área caribeña, cuando, en 1528,  se unió a  la expedición de Pánfilo de Narváez  designado gobernador de La Florida. Vivió numerosas aventuras y sobre ellas escribió  una de las más valiosas y amenas  crónicas de la conquista titulada Naufragios y comentarios, de la cual tomamos este episodio:
La  expedición compuesta por cinco navíos y seiscientos hombres llegó a la isla de Santo Domingo donde quedó gran parte de ellos, y luego se dirigió a la isla de Cuba. Primero fue al puerto de Santiago y, después, continuó hacia el de  Trinidad, pero, durante la navegación, Narváez decidió recalar en un puerto intermedio llamado Cabo de la Santa Cruz donde tuvieron una experiencia que no olvidarían jamás:
El gobernador Narváez, con parte de los hombres, se encaminó por tierra al pueblo de Trinidad distante una legua -cinco kilómetros- para buscar provisiones y dejó en el puerto a los restantes con dos naves, bajo la responsabilidad de  Cabeza de Vaca quien recordaba que, a los marineros más experimentados, les parecía muy mal puerto[1]  y le insistían en que debían abandonarlo con la mayor presteza.  No estaban equivocados porque al amanecer del  día siguiente, sábado,  comenzó a llover,  y el mar a ponerse cada vez más embravecido. Cabeza de Vaca autorizó a los hombres a dejar las naves para buscar lugar más seguro en tierra, pero la mayoría no quiso abandonar lo que constituía su único amparo y  vivienda,  temerosa de otro peligro: el de la lluvia copiosa y helada, y la falta de un techo.
Inesperadamente, en medio del tiempo inclemente, llegó una canoa con un mensaje proveniente de Trinidad rogándole a Cabeza de Vaca que abandonara el puerto de Cabo de Santa Cruz y se fuera con sus hombres  al pueblo, pero él se negó a hacerlo diciendo que no podía dejar los navíos que Narváez le había confiado. Horas después llegó nuevamente la canoa con el mismo mensaje, al que dio la misma respuesta; no obstante en un momento dado resolvió aceptar el consejo e irse al pueblo con unos cuantos hombres que quisieron seguirlo, no sin antes autorizar a los restantes a abandonar los navíos si fuera necesario para salvar sus vidas y las de los caballos que traían.
En medio del agua que caía a torrentes y del viento que soplaba ya del norte, ya del sur, caminaron el resto del sábado y todo el domingo por un bosque, temerosos de que los árboles doblegados por la tempestad se desplomaran y los matasen. Tal era la furia del viento que -cuenta Cabeza de Vaca- era necesario que anduviésemos siete u ocho hombres abrazados unos con otros para… que el viento no nos llevase. En esta tempestad y peligro anduvimos toda la noche, sin hallar parte ni lugar donde… pudiésemos estar seguros, escuchando constantemente  gran estruendo y ruido de voces  aterradas pues en estas partes nunca cosa tan amedrentante se vio. Cuando por fin llegaron al pueblo en donde creyeron que hallarían algún alivio y seguridad, se dieron con que allí también la tormenta había azotado con la misma furia con que lo hacía en la costa, al extremo de que   todas las casas e iglesias se cayeron.
El lunes amaneció calmo por lo que Cabeza de Vaca y sus compañeros se dirigieron al puerto para ver cómo estaban los que quedaron allí, pero lo que  vieron fue desolador: no hallaron ninguno de los dos navíos, sólo  las boyas de ellos, prueba de que la tempestad los había destrozado lo que significaba que  quedaban aislados en medio del mar. Comenzaron a caminar por la costa por si encontraban algo y luego se internaron  por el bosque donde divisaron  la barquilla de un navío puesta sobre unos árboles, llevada allí por el huracán como si se hubiera tratado de  una hoja. Después encontraron dos personas… tan desfiguradas de los golpes de las peñas que no se podían reconocer; también hallaron una capa y una colcha hecha pedazos, pero ninguna otra cosa apareció. Cuando evaluaron las pérdidas, concluyeron que, además  de los dos navíos y de todo lo que en ellos transportaban, habían muerto sesenta personas y veinte caballos, quizá la posesión más valiosa de los conquistadores españoles.
Para quienes sobrevivieron, reducidas sus posesiones a sólo lo que llevaban puesto, los días siguientes fueron de necesidad  extrema pues las provisiones y parte del ganado con que contaba el pueblo para su alimentación se habían perdido. Cabeza de Vaca concluye su descripción del huracán  con las siguientes palabras: La tierra quedó… que era gran lástima verla: caídos los árboles, quemados los montes, todos sin hojas ni hierba.

martes, 18 de julio de 2017

San Miguel de Tucumán en Ibatín según el cronista P. Antonio Vázquez de Espinosa


 El P.Vázquez de Espinosa, (1570-1630) perteneció a la Orden Carmelita. Vino a América en 1608 y permaneció aquí unos doce años, tiempo que empleó en recorrer las posesiones españolas. Recogió sus impresiones de viaje en la obra Compendio y descripción de las Indias Occidentales en cuyo capítulo XXXV, párrafo 1.769 dedica un espacio a San Miguel de Tucumán, en los tiempos en que aún estaba en el asiento de Ibatín:

Al sur de la ciudad de Esteco más de 50 leguas está la ciudad de San Miguel de Tucumán, de donde toma nombre aquel reino. La ciudad es de hasta 250 vecinos españoles; su temple muy cálido y húmedo; tiene en el contorno algunas reducciones de indios donde se labra cantidad de lienzo de algodón, pabellones, sobrecamas y otras cosas curiosas; hay en el distrito cría de mulas  y ganados y tiene muy olorosas y preciosas maderas, y por los campos innumerables cantidad de ganado silvestre. Está en 29°, fundada en alegre sitio a las faldas de altísimas montañas; tiene acequia con que riega sus viñas, huertas y sembrados; pasa por un lado el río de la Quebrada de Calchaquí (el río Pueblo Viejo) y otros que bajan de la sierras. 

martes, 14 de marzo de 2017

Sucesos diversos de la conquista de America. SUCESO SÉPTIMO

Otro animal originario del Viejo Mudo que para los indios resultó portentoso fue el buey. El Inca Garcilaso de la Vega, siendo niño, asistió a la llegada de los primeros de su especie a los campos de Cuzco y dejó una vívida descripción de esa experiencia:
Los primeros bueyes que vi arar en el valle de Cuzco, año de mil y quinientos y cincuenta… eran de un caballero llamado Juan Rodríguez de Villalobos…; no eran más de tres yuntas; llamaban a uno de los bueyes Chaparro y a otro Naranjo y a otro Castillo; llevóme a verlos un ejército de indios que de todas partes iban a lo mismo, atónitos y asombrados de una cosa tan monstruosa y nueva para ellos y para mí… Los domaron fuera de la ciudad…  y cuando estuvieron diestros, los trajeron al Cuzco, y creo que los solemnes triunfos de la grandeza de Roma no fueron más mirados que los bueyes aquél día… Acuérdome bien de todo esto, porque la fiesta de los bueyes me costó dos docenas de azotes:… unos me dio mi padre porque no fui a la escuela; los otros me dio el maestro, porque falté de ella… 
El buey ayudó al ser humano en labores tan dispares como arar los campos y movilizar un vehículo revolucionario para su lugar y tiempo: la carreta. Hasta el día de hoy, en localidades de Bolivia y Perú, los pobladores acostumbran colocar, sobre el techo de sus viviendas, la figurilla de un buey como advocación  a la prosperidad.

Garcilaso también cuenta que  hubo un español que introdujo camellos en el Perú. No fue un despropósito porque la llama,  la vicuña,  la alpaca y el guanaco,  típicos del área andina,  pertenecen a la familia de los camélidos. El introductor fue Juan de Reinaga que por seis hembras y un macho pagó la alta suma de ocho mil y cuatrocientos ducados, pero no tuvo suerte con su inversión: no se adaptaron al país y finalmente desaparecieron.
                                                                                                                        Teresa Piossek Prebisch

domingo, 12 de marzo de 2017

Sucesos diversos de la conquista de America. SUCESO SEXTO


El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo escribe que cuando el español fundaba una población, la dotaba de todas las maneras de animales domésticos e útiles al servicio de los hombres y también  de todas las simientes originarios del Viejo Mundo. Lo que no imaginaba el introductor era cómo la naturaleza del Nuevo influiría en el comportamiento  de esas especies foráneas,  sobre todo en los animales.  El ganado, acostumbrado en España a la limitación de corrales y cuadras, al encontrarse ante la amplitud americana  descubrió un panorama de abundancia y libertad que lo llevó a  desbordar las estancias, sortear los cercos y desperdigarse adueñándose del espacio virgen como en un deseo de librarse del control humano. Se reprodujo asombrosamente y cada especie formó una suerte de comunidad salvaje que llenó los campos.  El cronista señala que hasta los tranquilos gatos domésticos cambiaron; afirma que se les activó la lujuria  debido a lo cual  se reproducían con frecuencia mayor a la acostumbrada en el Viejo Mundo y se fueron al monte donde hallaban muchos ratones y lagartijas que comer y así olvidan las casas y nunca vuelven a ellas. Ante lo asombroso del fenómeno y para expresarlo de alguna manera, los españoles tomaron de la lengua indígena arawak una palabra que significa, justamente,  indómito:  cimarrón. La peor  comunidad cimarrona era  la de los perros salvajes que se han ido al monte y son peores que lobos. Algo semejante ocurrió con los vegetales que, excediendo el disciplinado marco de los sembrados, se propagaron como si fueran maleza alimentados por el fértil humus de  las tierras americanas.


                                                                                                                         Teresa Piossek Prebisch

Sucesos diversos de la conquista de America. SUCESO QUINTO

En América no había ningún animal que se equiparara al caballo, que reuniera sus condiciones de tamaño y alzada imponentes, vigor, velocidad y compenetración con  el jinete que lo montaba. En las expediciones y en las batallas ambos se complementaban  y hubo casos en que mientras aquél peleaba con su lanza y espada, el caballo lo “ayudaba” mordiendo al adversario como si fuera perro.
Hay anécdotas protagonizadas por caballos, una de ellas muy curiosa narrada por  Gonzalo Fernández de Oviedo: Un grupo de españoles  de a pie intentaba, desde hacían seis días, ingresar a un valle, pero los indios de un pueblo allí levantado, alertas ante el avance de gentes extrañas, nunca vistas,  se lo impedían fieramente. La sexta noche, exhaustos ambos contendientes, se retiraron a descansar, los indios a su pueblo y los españoles a su campamento donde les llegó el refuerzo de varios jinetes. Mientras dormían, se soltaron tres o cuatro caballos que, inquietos por algo, huyeron a donde estaban los enemigos e irrumpieron en el pueblo galopando y atropellando cuanto hallaban a su paso. Los indios  se despertaron y, al salir de sus chozas, en la penumbra nocturna distinguieron varios bultos amedrentantes y como no sabían qué cosa eran los caballos, y sintieron su estruendo y relinchar, y vieron la furia e ímpetu con que entraban, pensaron que los iban a comer y, aterrados, huyeron a los cerros abandonando el pueblo. Cuando los españoles se despertaron,  comprobaron afligidos que les faltaban caballos, les siguieron el rastro y los encontraron vagando como dueños y señores por el caserío. Y así fue cómo unos cuantos  caballos “tomaron” un pueblo sin que mediara batalla alguna.


                                                                                                                        Teresa Piossek Prebisch