domingo, 30 de noviembre de 2014

La venganza, el placer de los dioses.

El Inca Garcilaso de la Vega cuenta que en  1549  el capitán Juan Núñez de Prado salió de Potosí rumbo a Tucumán. Había reunido sesenta hombres,  cada uno de los cuales llevaba  indios cargueros  para transportar sus pertenencias. Una ordenanza prohibía hacerlo, pero resultaba incumplible pues  como los animales de carga eran escasos y muy caros, la gente necesariamente se valía del ancestral recurso aborigen del carguero humano,  usado en toda América.
Para valerse de cargueros, el alcalde mayor de la ciudad, licenciado Esquivel, exigía el pago de una multa y así lo hicieron resignadamente Núñez de Prado y sus hombres. Todos excepto uno de apellido Aguirre  que llevaba dos cargueros, pero era tan pobre,   que no tenía dinero para pagarla. Era un hombre de aspecto insignificante,   pequeño de cuerpo y de ruin talle, caracterizado por un gran sombrero que solía usar, de quien Esquivel se aprovechó para mostrarse riguroso guardián de la ley: lo encarceló y lo sentenció a   doscientos azotes.  
La pena asombró a todos por excesiva y Aguilar -que no obstante su deslucido aspecto valoraba mucho su honra- le pidió a Esquivel que le diera pena de muerte antes que someterlo a la ignominiosa  azotaina,  pero la  sentencia se cumplió indefectiblemente en la plaza mayor. Sin embargo allí no terminó la historia pues Aguirre juró públicamente que mataría  a Esquivel para así limpiar su honra.
Esquivel al tanto  del juramento de Aguilar y como, además,  ya había cesado en su oficio,  decidió irse de Potosí, quizá creyendo que, al poner distancia, el vengador se olvidaría de su propósito, pero no sucedió así.
Se trasladó  a Lima, pero no hacían dos semanas que se había instalado, cuando un día, paseando por las calles, divisó la inconfundible silueta esmirriada de  Aguirre, con su gran sombrero,  que le seguía los pasos. Encuentros similares se repitieron mes tras mes hasta que el licenciado  resolvió mudarse a Quito.
Ya casi se había olvidado de Aguirre, cuando un domingo, en la iglesia, de pronto le corrió un escalofrío por la espalda: lo vio a pocos pasos de él, clavándole  sus ojillos de rata. A partir de entonces se repitió en Quito  lo ocurrido en Lima: Aguilar se le aparecía en el lugar y momento menos pensados hasta que decidió un tercer traslado, esta vez,  a Cuzco. Aguirre, nuevamente, fue en su seguimiento. 
En Cuzco Esquivel ocupó una casa frontera a la Iglesia Mayor donde lo visitó un amigo para advertirle que Aguirre había llegado a la ciudad  por lo que  le ofrecía  acompañarlo durante las noches,  pero el licenciado rechazó el ofrecimiento.  No obstante alardear de tranquilo,  no lo estaba del todo: salía poco de su casa, constantemente usaba una cota de malla bajo el sayo, y llevaba daga y espada, lo cual de nada le sirvió:
Y llegó el momento crucial. Era un lunes, mediodía y el sol de Cuzco brillaba. Hacían tres años y cuatro meses que Aguirre perseguía a Esquivel  aguardando el momento propicio para  cumplir el juramento que a sí mismo se había hecho. Esa mañana, como otras tantas, caminaba  rumbo a la casa de su perseguido y, al llegar, encontró las grandes puertas del zaguán abiertas. Pudo ver el amplio y luminoso patio, y observó que  en él no  había ninguna persona. Avanzó cauteloso unos pasos sin escuchar  ruido alguno. ¿Dónde estaban los sirvientes y familiares del licenciado? Parecía una vivienda vacía por lo que continuó adentrándose sin encontrar quien lo detuviera. Confiado,  subió a la planta alta,  atravesó varias habitaciones y llegó a una  donde Esquivel tenía su biblioteca. Allí lo encontró y en una forma como si el destino se lo brindara en bandeja:   ¡mientras leía, el licenciado se había quedado profundamente dormido,   con la cabeza apoyada sobre un corpulento volumen!
Aguirre se aproximó a él y con precisión  le asestó en la sien una puñalada. Aunque con ella  Esquivel ya quedaba muerto, le dio tres más en el cuerpo que no llegaron a la carne gracias a la cota, pero agujerearon el sayo.
Consumada su venganza, Aguirre, siempre sin hallarse con nadie, desanduvo camino y llegó hasta el zaguán. Allí se dio cuenta de que se le había caído su inconfundible  sombrero en la habitación del crimen, por lo que nuevamente ingresó a la casa,  subió al piso alto, lo recogió, se lo puso  y salió.
Si hasta entonces había mantenido una serenidad pasmosa, una vez en la calle se le desataron los nervios. Aturdido de  miedo se echó a caminar  sin destino fijo hasta que la suerte hizo que se topara con dos hermanos amigos suyos, dos ingeniosos caballeros  llamados Santillán y Cataño a quienes rogó que lo escondieran. Los hermanos vivían en una amplia casa que  al fondo  tenía un chiquero y allí escondieron a Aguirre.  
Entretanto, al descubrirse el cadáver del licenciado se armó gran revuelo y todos sabían quién era el culpable: Aguilar El corregidor  mandórevisar hasta el último rincón de Cuzco para dar con él, pero a pesar de la prolijidad de la pesquisa no lo encontraron.
Al cabo de treinta días  que fueron de martirio para el matador y sus amigos -de hecho encubridores del asesinato- el corregidor   dio por concluida la búsqueda, aunque  mantuvo el requisito de que nadie pudiera  abandonar Cuzco sin su autorización escrita por lo que puso rigurosas guardias en sus salidas. Estaba convencido de que el culpable permanecía, aún, en ella y de que, en cualquier descuido, huiría.   
Santillán y Cataño no veían  la hora de zafar de su tan comprometida situación y  pusieron en práctica un plan que habían urdido  para sacar a Aguirre de la ciudad:
Crecía en los campos un fruto denominado uítoc, que, dejado en remojo unos cuatro días, producía un líquido que, aplicado sobre la piel,  la oscurecía. Hicieron la preparación y luego bañaron con ella a Aguilar previamente pelado y afeitado. Al día siguiente comprobaron con satisfacción que estaba más negro que  un esclavo etíope, y, para completar la transformación, lo vistieron con unas ropas humildísimas. De esta manera quedaba todo  listo para dar el próximo, audaz  paso: salir de Cuzco para lo cual, una vez más, los hermanos habían compuesto un excelente plan:
Al mediodía y a vista de todos, salieron  de su casa, a paso tranquilo, montados en sendos caballos y más uno de repuesto. Parecía que iban de caza pues  Cataño llevaba un arcabuz  y Santillán,  un halconcillo en la mano.  Delante de ellos caminaba un “esclavo” con otro arcabuz al hombro. Cuando llegaron a la salida de la ciudad,  los guardianes les pidieron la  licencia del corregidor y entonces ellos representaron una bien ensayada comedia:
Santillán, con  expresión de quien confiesa una culpa,  dijo que había olvidado solicitarla, pero que iría de un galope hasta lo del corregidor para conseguirla. Luego, dirigiéndose a Cataño, agregó que si los guardianes lo autorizaban, continuara viaje, pero que caminara sin prisa, así él podría reunírsele pronto. Dicho esto espoleó el caballo y salió a galope tendido, rumbo a Cuzco.
Los guardianes autorizaron a Cataño a continuar viaje en compañía de su "esclavo" y ambos se alejaron sin dar muestras de apuro, pero cuando traspusieron el límite de la jurisdicción cuzqueña, se detuvieron. Cataño le dio a Aguilar  el caballo de repuesto, ropas decentes y dinero,  y le dijo: Hermano, ya estáis en tierra libre, que podéis iros donde bien os estuviere, que yo no puedo hacer más por vos.
Aguirre, conmovido hasta las lágrimas, lo abrazó y partió. Fue a Huamanga donde vivía un pariente, hombre bondadoso y adinerado que lo acogió como a propio hijo.  El color etíope  se le fue pronto por el recambio natural de la piel y, de lo que sabemos,  vivió feliz hasta el fin de sus días, satisfecho de haber lavado su honor. Y así termina la historia de quien, sin ser dios, se dio el placer de la venganza.   
Inca Garcilaso de la Vega

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