Un día, con la esperanza de hallar una vida mejor, un muchacho apellidado Salcedo llegó a la isla caribeña de San Juan o Boriquén, conquistada hacía poco tiempo por los españoles. Los aborígenes querían eliminarlos, pero los detenía la duda de si eran inmortales o no. Si lo eran, ¿para qué intentar, siquiera, matarlos? Y si lo eran, ¿por qué no hacerlo y librarse de ellos? En asamblea, varios caciques discutieron el tema y encargaron a uno de ellos dilucidar la incógnita. Se llamaba Urayoan y pronto el destino le brindó la ocasión para cumplir la tarea.
Salcedo, que viajaba solo por la isla, acertó a pasar por su aldea. Urayoan lo recibió paternalmente y después de brindarle un opíparo almuerzo, le ofreció veinte indios para que lo acompañaran durante el resto de su viaje. El cándido muchacho aceptó el gesto muy agradecido lo cual fue su perdición pues los acompañantes llevaban una instrucción que cumplieron puntualmente.
Al llegar a un caudaloso río, dos de los indios más fornidos le ofrecieron cruzarlo en andas para que no mojara su ropa y él nuevamente aceptó. Estaban ya en medio del cruce, cuando sus portadores lo zamparon dentro del agua; él luchó por emerger, pero cuatro fuertes manos lo presionaban manteniéndolo sumergido. Cuando finalmente dejó de luchar, sacaron del agua su cuerpo exánime mientras le pedían disculpas por haberse “tropezado” dejándolo caer. Lo tendieron en la ribera, pero regularmente, como quien controla una prueba de laboratorio, acudían a ver si revivía o no. Así durante varios días hasta que las pruebas de que estaba muerto se volvieron concluyentes.
Para los indios esta comprobación fue trascendental porque les permitió superar el mito por ellos mismos creado de la inmortalidad de los españoles que los inhibía de defenderse de su avance. En cuanto a Salcedo, fue víctima de la conjunción de la inexperiencia con la mala suerte.
MUY BUENOS ESTOS DOS ULTIMOS POST...YA LOS COMPARTO EN FACE BOOK
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