En el antiguo Tucumán había diversos pueblos indígenas.
Uno era Capaya cuyo curaca se llamaba
Canamico. Cuando llegó Diego de Rojas, mientras los demás curacas huyeron con
su gente, él salió valientemente a su
encuentro para defender la tierra heredada de sus antepasados. Apareció en
medio de la selva a la cabeza de su comitiva integrada por hombres de guerra,
llegó a cierta distancia del jefe español y se detuvo. Venía en andas, modo
usual de trasladarse de los señores indios a lo largo de toda América que en él
se justificaba pues tenía amputada una pierna.
Venía con mala voluntad y peor semblante, lo que se ecentuó en el mensaje que le dio al indio
peruano, intérprete quichua-español, para que
lo transmitiera a Rojas: que no tenía por qué ingresar en la tierra que
pertenecía a ellos, los tonocotés.
Rojas escuchó el mensaje, pero permaneció tranquilo.
Cualquier reacción violenta podía
desencadenar un choque armado y deseaba
evitarlo: ellos eran sólo treinta y seis soldados más un puñado de indios
amigos, mientras que Canamico contaba
con unos mil quinientos guerreros. Por
eso le envió respuesta con el P. Francisco Galán para explicarle que no venía en son de
guerra, sólo en busca sólo de comida y de un lugar donde acampar.
El religioso aceptó la misión a regañadientes y no le faltó razón porque
tan pronto se aproximó a Canamico, los indios
le apuntaron con sus flechas no obstante verlo desarmado y sin más
compañía que el intérprete. Se asustó, giró sobre sus talones y regresó
corriendo, gritando que
los indios atacaban.
Rojas, siempre sin perder la calma, ordenó a sus hombres que estuviesen a punto
de pelea mientras él, montado en su caballo y con sólo el intérprete, fue a hablar personalmente con Canamico.
Lo saludó en nombre de Carlos V quien
-le dijo- deseaba que todos los indios fueran sus vasallos y se
convirtieran al cristianismo, pero el
curaca lo interrumpió para repetirle su
primer mensaje agregando que, si insistía, le daría guerra. A continuación, los indios flecheros se aproximaron amenazantemente a Rojas.
Este, comprendiendo
que era una maniobra para ponerlo nervioso, se limitó a reprender a los
flecheros por su actitud tan hostil,
siendo que él venía en son de paz. El intérprete tradujo y entonces
Canamico sonrió socarronamente y explicó que sus indios eran tan malcriados,
que aunque a él les había prohibido
comportarse así, habían desobedecido.
Con esta burla Rojas comprendió que era
inútil continuar mostrándose manso; que era el momento de sorprender al curaca
con una manifestación de poderío:
Espoleó al caballo y
lo hizo escaramucear bajo el sol que relumbraba sobre la armadura; esta era la
seña que aguardaban sus hombres para atacar. Canamico aún no se había repuesto
de la intempestiva reacción de su interlocutor,
cuando los cascos de los treinta y seis caballos hicieron retumbar la tierra con su galope y en un
instante estuvieron sobre los indios.
La lucha que Rojas
quiso evitar se desató, pero, afortunadamente,
fue brevísima porque el
estupefacto curaca cayó en manos de los
españoles, hecho que, entre los indios, era motivo para deponer las armas.
Canamico dio a Rojas un sitio donde sentar su real y
abundante comida; se declaró vasallo de
Carlos V y aceptó convertirse al cristianismo. Rojas, que ordenó a su gente
tratar al vencido según su jerarquía de
señor, una vez pasado el enojo reconoció que si
obró como lo hizo, fue por defender su pueblo y porque poseía un coraje
que los otros señores no habían mostrado. El curaca, por su parte, valoró a
Rojas como un valiente y noble guerrero que, pudiendo haberlo matado o
humillado, lo había respetado.
El hecho es que,
después de tan mal comienzo, terminaron apreciándose sinceramente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario