El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo escribe que cuando
el español fundaba una población, la dotaba de todas las maneras de animales
domésticos e útiles al servicio de los hombres y también de todas las simientes originarios del Viejo
Mundo. Lo que no imaginaba el introductor era cómo la naturaleza del Nuevo
influiría en el comportamiento de esas
especies foráneas, sobre todo en los
animales. El ganado, acostumbrado en
España a la limitación de corrales y cuadras, al encontrarse ante la amplitud
americana descubrió un panorama de
abundancia y libertad que lo llevó a
desbordar las estancias, sortear los cercos y desperdigarse adueñándose
del espacio virgen como en un deseo de librarse del control humano. Se
reprodujo asombrosamente y cada especie formó una suerte de comunidad salvaje que llenó los campos. El cronista señala que hasta los tranquilos
gatos domésticos cambiaron; afirma que se les activó la lujuria debido a lo cual se reproducían con frecuencia mayor a la
acostumbrada en el Viejo Mundo y se fueron al monte donde hallaban muchos
ratones y lagartijas que comer y así olvidan las casas y nunca vuelven a ellas.
Ante lo asombroso del fenómeno y para expresarlo de alguna manera, los
españoles tomaron de la lengua indígena arawak una palabra que significa,
justamente, indómito: cimarrón. La peor comunidad cimarrona era la de los perros salvajes que se han ido al
monte y son peores que lobos. Algo semejante ocurrió con los vegetales que,
excediendo el disciplinado marco de los sembrados, se propagaron como si fueran
maleza alimentados por el fértil humus de
las tierras americanas.
Teresa Piossek Prebisch
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