El conquistador Juan Ponce de León tenía un perro que
integraba su hueste. Se llamaba Becerrico y el cronista Gonzalo Fernández de
Oviedo cuenta que era de grande entendimiento y denuedo, y poseedor de una
excepcional intuición para distinguir entre los indios mansos a quienes no
agredía, de los mal intencionados o huídos con los que resultaba implacable.
Los perseguía, los tomaba del brazo con sus poderosos dientes y los regresaba
al lugar de donde se fugaron; si se resistían,
los mataba.
Cierta vez, después de una batalla con los indios en que se
tomaron muchos prisioneros, un español
concibió una burla cruel con una india vieja
prisionera: le entregó una carta para que la llevara a Ponce de León que
acampaba a cierta distancia y, cuando partió, ordenó a Becerrico ir tras ella
como si fuese una fugitiva. Cuando la vieja se vio perseguida por el aguerrido animal, sin perder la calma asentose en la tierra y
en su lengua le decía: “Perro, señor perro, yo voy a llevar esta carta al señor
gobernador…” explicándole que no se fugaba, sino que cumplía una orden, pero no
era necesaria la explicación porque
Becerrico ya había captado la realidad. No sólo
la trató mansamente, sino que la acompañó hasta donde estaba Ponce de
León quien, al enterarse del suceso, sancionó al autor de la burla y vista la
clemencia que el perro había usado, hizo llamar a la pobre india y no quiso ser
menos piadoso de lo que había sido el perro y ordenó liberarla.
Tantas batallas ganaron los españoles con la ayuda de
Becerrico, que le asignaron un sueldo. Murió en su ley, en acción, de un
flechazo durante un encuentro con indios caribes y su muerte fue sentida como
la de un ser humano querido y admirado.
Teresa Piossek Prebisch
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