En América no había ningún animal que se equiparara al
caballo, que reuniera sus condiciones de tamaño y alzada imponentes, vigor,
velocidad y compenetración con el jinete
que lo montaba. En las expediciones y en las batallas ambos se
complementaban y hubo casos en que
mientras aquél peleaba con su lanza y espada, el caballo lo “ayudaba” mordiendo
al adversario como si fuera perro.
Hay anécdotas protagonizadas por caballos, una de ellas muy
curiosa narrada por Gonzalo Fernández de
Oviedo: Un grupo de españoles de a pie
intentaba, desde hacían seis días, ingresar a un valle, pero los indios de un
pueblo allí levantado, alertas ante el avance de gentes extrañas, nunca
vistas, se lo impedían fieramente. La
sexta noche, exhaustos ambos contendientes, se retiraron a descansar, los
indios a su pueblo y los españoles a su campamento donde les llegó el refuerzo
de varios jinetes. Mientras dormían, se soltaron tres o cuatro caballos que,
inquietos por algo, huyeron a donde estaban los enemigos e irrumpieron en el
pueblo galopando y atropellando cuanto hallaban a su paso. Los indios se despertaron y, al salir de sus chozas, en
la penumbra nocturna distinguieron varios bultos amedrentantes y como no sabían
qué cosa eran los caballos, y sintieron su estruendo y relinchar, y vieron la
furia e ímpetu con que entraban, pensaron que los iban a comer y, aterrados,
huyeron a los cerros abandonando el pueblo. Cuando los españoles se
despertaron, comprobaron afligidos que
les faltaban caballos, les siguieron el rastro y los encontraron vagando como
dueños y señores por el caserío. Y así fue cómo unos cuantos caballos “tomaron” un pueblo sin que mediara
batalla alguna.
Teresa Piossek Prebisch
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