En América existían unos perrillos pequeños que se criaban
domésticamente con fines alimenticios. Ni en talla, porte y agresividad se
comparaban al perro del Viejo Mundo y, de entre éstos, al lebrel. Es de la familia
del galgo, delgado, recio, ágil, veloz y
muy inteligente; los españoles lo entrenaban para la caza y la guerra
causando estupor en los indios. Al
respecto hay una historia que me conmovió, que narra el soldado-cronista Bernal
Díaz del Castillo quien, en 1518,
participó de una exploración a la Península de Yucatán. En la nave viajaba una lebrela que desembarcó
con los exploradores en un lugar que denominaron Boca de Términos para recoger
agua y cazar, y, con su ayuda, cazaron nada menos que diez venados. Con esta
valiosa carga volvieron a embarcarse pero, al momento de hacerlo y por mucho que la llamaron, la
lebrela no apareció por lo que zarparon sin ella pensando que tuvo un accidente
y murió.
El año siguiente, 1519, se produjo el viaje de Hernán Cortés
prolegómeno de la conquista de Méjico, de la que también participó Díaz del
Castillo. Siguiendo el mismo itinerario
que el año anterior llegaron a Boca de Términos y ¿a quién creen que
divisaron en la playa? A la lebrela.
Había sobrevivido durante doce meses aguardando diariamente que
volvieran sus gentes a recogerla hasta que un día le llegaron del mar ruidos
que ella conocía: las quillas de las naves hendiendo las aguas, el viento
batiendo las velas y, sobre todo, voces castellanas. Corrió a la costa y el cronista cuenta que estaba halagando con la cola y
haciendo otras señas de halagos y,
cuando estuvieron próximos, se vino luego a los soldados y se metió con ellos
en la nao. Agrega el cronista que no obstante haber pasado un año de soledad,
estaba gorda y lucía muy bien.
Teresa Piossek Prebisch
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