Entre los muchos personajes extraordinarios que durante el siglo XVI actuaron en el Noroeste argentino se cuenta el misionero jesuita Alonso Barzana. Nació en 1530, en Cuenca, España y su biógrafo, el P. Juan Bautista, que lo conoció desde su juventud, lo describía como de agradable presencia, ánimo alegre y sereno, inteligencia lúcida y memoria excepcional. También señalaba que quería campear, en otras palabras, que ambicionaba distinguirse por realizar grandes obras.
A los dieciocho años ingresó a la Universidad de Baeza donde cursó Trivium (Gramática, Retórica y Dialéctica) y Cuadrivium (Geometría, Aritmética, Astronomía y Teoría Musical) y fue alumno brillante. Reunía todas las condiciones para triunfar en la vida mundana, sin embargo se despertaba en él una fuerte vocación religiosa; así, a los veintitrés años comenzó a predicar en barrios de Baeza y pueblos aledaños y, a los treinta y cinco, ingresó en la Compañía de Jesús, en la ciudad de Sevilla.
Deseaba ser misionero en China o Tierra Santa, pero sus superiores lo designaron al Virreinato del Perú y él, tan pronto supo que su destino era el ex imperio de los Incas, quiso saber la lengua de aquellos entre quienes le tocaría misionar. ¿Dónde aprenderla? Para su suerte en Sevilla residía un caballero que había vivido en Perú y hecho algunos estudios sobre el quichua que Barzana asimiló con sorprendente facilidad revelando una capacidad suya que asombraría a todos: poseía el don de lenguas, era un lingüista nato. Esto sería un factor muy valioso pues una característica cultural americana era la impresionante variedad de lenguas existente que, según las distintas clasificaciones científicas modernas, oscilaba entre cuatrocientas y dos mil.
El viaje entre Cádiz y el Perú duró diez meses y durante el tramo oceánico Barzana tuvo otro golpe de suerte: viajaba en el mismo navío que él un pasajero que sabía quichua con quien tuvo oportunidad de hablarlo. Por lo tanto, al llegar a destino y comenzar a misionar, pudo dirigirse a los indios en su propio idioma lo que creó entre él y ellos una estrecha comunicación potenciada por otro don suyo: la elocuencia.
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