En tiempos de mi infancia eran pocos quienes poseían automóvil propio y el servicio de taxis sencillamente no existía. Lo reemplazaban los coches a caballo que, en busca de clientela, recorrían los lugares más transitados de la ciudad, entre ellos, las estaciones de ferrocarril. Junto a sus aceras se alineaban los coches esperando la llegada del tren y, durante la espera, los cocheros conversaban, caminaban para estirar las piernas, fumaban cigarrillos de chala y, a veces, aprovechaban para dormir una siestita sentados al pescante, cosa en que a menudo los acompañaba el caballo dejando caer la cabeza en señal de sueño profundo. Todo este sosiego se terminaba abruptamente cuando el tren ingresaba majestuoso a la estación. Inmediatamente se producía una ruidosa agitación: los pasajeros descendían de los vagones entre gritos de despedida de algún compañero de viaje o de salutación a quien venía a recibirlos, mientras los changadores se ofrecían para cargar el equipaje. Una vez organizado el tumulto todos juntos, viajeros y changadores, se dirigían a la calle, hacia la fila de coches que aguardaban la clientela. Si los viajeros integraban, por ejemplo, un grupo familiar, tomaban dos coches; a uno lo ocupaba sus miembros y, al otro, su abundante equipaje compuesto por pesados baúles, valijas, sombrereras y algún paquete de último momento. Ambos cocheros se ponían en marcha rumbo a la misma dirección, los respectivos caballos haciendo sonar rítmicamente su trote sobre la calzada, mientras los viajeros experimentaban la satisfacción de, finalmente, llegar de una vez por todas a su lugar de destino.
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