jueves, 23 de febrero de 2017

Sucesos diversos de la conquista de America. SUCESO CUARTO

El caballo es otro animal notable que los españoles trajeron del Viejo Mundo. Fue su compañero número uno y la conquista no hubiese ocurrido como ocurrió de no ser por el caballo. Provinieron de los campos de Andalucía y los primeros llegaron en el segundo viaje de Colón para luego expandirse por el continente acompañando el avance de los conquistadores.
Fue el animal que más impresionó al indígena. La figura del jinete sobre su cabalgadura -especie de centauro- los conmovió profundamente pues nunca habían visto ni imaginado nada semejante y en la crónica titulada El descubrimiento y conquista del Perú, atribuida a Miguel de Estete,  se narra una anécdota muy   elocuente al respecto:
Francisco Pizarro, durante su exploración de la costa sudamericana en busca del Perú, hacía  desembarcos periódicos.  Uno de ellos fue en un lugar llamado Tacanez  donde descendieron cinco jinetes. Los indios los tomaron por peligrosos animales creyendo que caballo y caballero constituían un solo ser y, como eran pocos en número, los  atacaron valientemente con la intención de aniquilarlos,  hasta que sucedió lo siguiente:
Uno de los caballos tropezó lo que provocó que el jinete cayera al suelo y entonces los indios vieron dividirse aquel animal en dos partes. Para mayor asombro cada una de las partes tenía su propia autonomía; una se movía sobre cuatro patas y otra sobre dos, pero de pronto esta última dio un brinco y se montó sobre la primera: ¡nuevamente el animal se transformó en uno solo! Al ver esto los indígenas depusieron las armas y huyeron despavoridos; las palabras estupor, pánico, terror quedan pobres para expresar lo que sintieron ante el insólito espectáculo.

                                                                                                                         Teresa Piossek Prebisch



Recuerdo de los Años '30. El lavarropas.



En aquellos tiempos no existía el lavarropas y el lavado lo hacía a mano  la lavandera. Se trataba de una mujer aguerrida pues   su tarea era, quizá, la más pesada entre las domésticas; si alguien cree que exagero, lo desafío a  lavar, enjuagar  y exprimir a mano una toalla de baño, un mantel o una sábana.
Lavaba en una amplia pileta de cemento instalada en el tercer patio, bajo un cobertizo, en uno de cuyos costados tenía una superficie moldeada como tabla de lavar que ayudaba al fregado.   Como para complicar la tarea aún más, existía la costumbre -para mí absurda- de almidonar sábanas y manteles, para lo cual había un gran fuentón de casi un metro de diámetro en el que se preparaban litros de almidón. Allí la lavandera sumergía la ropa ya limpia y exprimida, la hacía embeberse, la exprimía nuevamente y la colgaba en el tendedero que abarcaba todo el  patio. Al secado lo hacía el sol por lo que los días de lluvia significaban una preocupación doméstica extra. 
La lavandera se desempeñaba, también, como planchadora porque la tarea que acabo de describir culminaba con el planchado de la ropa,  desde menudas prendas de vestir hasta las grandes sábanas y manteles, razón por la cual la mesa de planchar era muy amplia, tanto que me metía  debajo de ella y  jugaba a que se trataba de una casa. Planchar no resultaba tarea simple pues  la ropa, tiesa por el almidón, antes debía rociarse, enrollarse para que la humedad  se difundiera parejamente y, solamente entonces, se la planchaba. Otro detalle más a mencionarse era que no había planchas eléctricas sino las de hierro que se calentaban con brasas por lo que,  junto a la mesa de planchar,  debía haber siempre un brasero con su incandescente carga.
Hacia el año ’35 aparecieron las planchas eléctricas y hacia los ’50 mis padres compraron el primer lavarropas eléctrico que conocí en mi vida, uno estupendo marca Bendix que lavaba, enjuagaba y exprimía de modo que la ropa salía de él lista para colgarse en el tendedero. Fue otra invención revolucionaria.

                                                                     Teresa Piossek Prebisch

miércoles, 22 de febrero de 2017

Recuerdo de los Años '30. Las cocinas.



¿Y cómo eran las cocinas? No existían -ni nadie imaginaba que alguna vez existieran-  las cocinas a gas   hoy entre nosotros de uso generalizado; tampoco las eléctricas o las a kerosén. Entonces ¿cómo, con qué se cocinaba? Con leña y carbón, generalmente en primitivos fogones hechos de mampostería.  Un gran avance fue la llamada cocina económica como la que había  en mi casa. Se trataba de un artefacto espléndido de aproximadamente 1.50m. de largo por 0,80 de profundidad, todo de hierro renegrido, con su marca de fábrica -si mal no recuerdo Dompé- estampada en bronce, material del cual también estaban hechas la barra para colgar instrumentos tales como el atizador y las  perillas para abrir el horno, el compartimento por donde se introducían la leña o el carbón y la bandeja donde caía la ceniza que periódicamente debía vaciarse. Gracias a un sistema de cañerías el calor producido se aprovechaba para calentar el agua del baño. A un costado se agregaba la llamada  prusiana, un alto anexo de forma abovedada, de contorno semejante al de los campesinos hornos de barro.  Allí, sobre lecho de brasas, se cocinaba a fuego  lento una tira de asado, la mazamorra infaltable cada día, y  se mantenía caliente la comida ya preparada hasta el momento de servirla. 
Y la leña y el carbón ¿dónde se conseguían? En las leñerías-carbonerías. Semanalmente se hacía telefónicamente el pedido y llegaban los repartidores -hombres singularmente recios- cargando grandes canastones llenos de troncos más bolsas de carbón y de astillas, menudencia  imprescindible para facilitar el encendido del fuego a las 6 de la mañana como señal del comienzo de la actividad diaria.
                                                                                                                                                                                                                                                                                          Teresa Piossek Prebisch


martes, 21 de febrero de 2017

Recuerdos de los Años '30. Las heladeras


        Cuando yo era niña no existían las heladeras eléctricas; en su reemplazo, en mi casa había un pequeño mueble de unos 0,80m. de altura,  por 0.50 de ancho y profundidad. Era de madera, con su interior revestido de latón y dividido en dos compartimentos. En el superior se colocaban los alimentos que se deseaba enfriar y, en el inferior, un bloque de hielo  que iba derritiéndose gradualmente por lo que había un orificio de desagote. ¿Y dónde se obtenía el hielo? Se lo compraba al sodero-hielero que hacía reparto domiciliario en un carromato enorme, tirado por  dos percherones. El cargamento que llevaba justificaba el uso de semejantes caballos pues, además de sifones de soda, estaban las barras de hielo de 1,20m de largo y 0,30m2 de espesor, de las que el hielero cortaba el bloque del tamaño adecuado al cubículo inferior de la heladera. Sólo cuando se celebraban grandes fiestas se compraba la barra entera para enfriar las bebidas y  se la colocaba en el único lugar donde cabía: la bañadera que, por lo tanto, quedaba inhabilitada para su uso específico.
Hacia la década del ’40 mis padres compraron su primera heladera eléctrica. Era marca Frigidaire, un mueble blanco, grande, asentado sobre cuatro patas ligeramente torneadas gracias a las cuales quedaba debajo un espacio libre hacia el que se filtraba el frío por lo que resultaba el sitio preferido de los perros para dormir las siestas de verano. La heladera eléctrica fue una verdadera revolución en la medida que contribuyó a mejorar la vida diaria: Ya no era preciso comprar las provisiones día a día pues podían conservarse frescas la carne, la leche, la manteca. Además, hizo posible la aparición de los cubitos de hielo, lujo novedoso que otorgaba un encanto especial a las bebidas veraniegas. Mi madre  fue más allá e hizo helados de vainilla, los primeros  caseros que comí en mi vida.

                                                                                 Teresa Piossek Prebisch

sábado, 4 de febrero de 2017

Recuerdos de la Años '30. Los coches a caballo.



En tiempos de mi infancia eran pocos quienes poseían  automóvil propio y el servicio de taxis sencillamente no existía. Lo reemplazaban los coches a caballo que, en busca de clientela, recorrían los lugares más transitados de la ciudad, entre ellos, las estaciones de ferrocarril. Junto a sus aceras se alineaban los coches esperando la llegada del tren y, durante la espera, los cocheros conversaban, caminaban para estirar las piernas, fumaban cigarrillos de chala y, a veces, aprovechaban para dormir una siestita sentados al pescante, cosa en que a menudo los acompañaba el caballo dejando caer la cabeza en señal de sueño profundo. Todo este sosiego  se terminaba abruptamente cuando el tren ingresaba majestuoso a  la estación. Inmediatamente se producía  una  ruidosa agitación: los pasajeros descendían de los vagones entre gritos de despedida de algún compañero de viaje o de salutación a quien venía a recibirlos, mientras los changadores se ofrecían   para cargar el equipaje. Una vez organizado el tumulto todos juntos, viajeros y changadores,  se dirigían a la calle,  hacia la fila de coches  que aguardaban  la clientela. Si los viajeros integraban, por ejemplo, un grupo familiar, tomaban dos coches; a uno lo ocupaba sus miembros y, al otro, su abundante equipaje compuesto por pesados baúles, valijas, sombrereras y algún paquete de último momento. Ambos cocheros se ponían en marcha rumbo a la misma dirección, los respectivos caballos haciendo sonar rítmicamente su trote sobre la calzada,  mientras los viajeros experimentaban la satisfacción de, finalmente, llegar de una vez por todas a su lugar de destino.

                                                                Teresa Piossek Prebisch

viernes, 3 de febrero de 2017

El fin de ATAHUALLPA

Un día llegó al real de Cajamarca la noticia de que Huáscar, el derrotado hermano de Atahuallpa, había sido asesinado  por orden de éste, cosa que disgustó mucho a Pizarro   y le dio la pauta de que el Inca, desde su prisión, seguía gobernando y siendo obedecido.

Días después de este suceso visitó a Pizarro un cacique de Cajamarca y le dijo lo siguiente: Te hago saber que… Atahuallpa… envió a Quito -su ciudad natal- y [a] otras provincias, a hacer ayuntamiento de gente de guerra para venir sobre ti…  y mataros a todos, y que toda esta gente viene con un gran capitán… y que está muy cerca de aquí, y vendrá de noche y dará en este real quemándolo por todas partes, y al primero que tratarán de matar será a ti, y sacarán de su prisión a su señor Atahuallpa…

A pesar de que éste negó la traición, y de que no pudo comprobarse ninguna concentración de gente de guerra cerca de Cajamarca, el hecho era creíble dado el poder que conservaba sobre sus súbditos. Entonces comenzó a hablarse de la posibilidad de ejecutarlo y aunque Pizarro no estaba convencido de hacerlo, sí lo estaba  su socio Diego de Almagro que en ningún momento simpatizó ni confió en Atahuallpa. Éste,  sabiendo que moriría, encomendó el cuidado de sus hijos a Pizarro y  recibió el bautismo como cristiano de manos de fray  Vicente Valverde que lo había catequizado durante su prisión. Lo ahorcaron y, curiosamente, murió en sábado, a la hora que fue preso y desbaratado.

Al otro día por la mañana… Pizarro con los otros españoles lo llevaron a enterrar a la iglesia que habían construido en la plaza de Cajamarca. Se celebró misa de cuerpo presente y, cuando antes de sepultarlo cantaban los oficios de difuntos…, llegaron ciertas señoras, hermanas y mujeres suyas, y otros privados, [y] con gran estruendo…  impidieron el oficio… porque era costumbre, cuando el gran señor moría, que todos aquellos que bien le querían se enterrasen vivos con él… Como Pizarro lo prohibió,  se fueron a sus aposentos y se ahorcaron todos, ellos y ellas.

Tiempo después, cuando los españoles ya habían dejado Cajamarca, súbditos suyos desenterraron el cadáver y lo llevaron a Quito.

De emperador omnipotente a prisionero

Con el pasar de las horas Atahuallpa se serenó aunque las cosas hubiesen sucedido tan al revés de lo que él tenía pensado.   Resignado a su suerte, acostumbraba conversar con sus captores a quienes dijo que había sido engañado por sus capitanes, que le dijeron que no hiciese caso de los españoles…  Les explicó que, desde que desembarcaron, tuvo noticia de cuántos españoles y caballos eran, y que los subestimó  siendo tan pocos para la muchedumbre de sus gentes porque en dos ejércitos tenía más de cien mil hombres.

Contó que tan seguro se sentía de derrotarlos, que tenía planeado tomar los caballos y yeguas -que de las posesiones españolas era la que más concitó su atención- para hacer casta, es decir, cría. En cuanto a los españoles, a unos [pensaba] sacrificar al Sol y a otros castrarlos para el servicio de su casa y guarda de sus mujeres, como él lo acostumbraba.  

A los españoles les causaba admiración su señorío pues,  así preso como estaba tenía estado de señor. También,  el hecho de que no obstante su circunstancia, la veneración que los súbditos le tenían no hubiera disminuido.  Por el contrario, cada día venían de cada provincia a visitarlo… y cada uno traía presente de lo que había en su tierra, así… oro como plata y otras cosas. Era grande el acatamiento con que entraban a hablarle y él, ante ellos, se comportaba muy como príncipe, no mostrando menos gravedad estando preso y desbaratado que cuando era emperador. No obstante, temía que le habían de matar y entonces, para comprar su vida y libertad,  prometió llenar la habitación que ocupaba de objetos de oro y plata que haría traer de todo el imperio.