lunes, 5 de enero de 2015

Ritos fúnebres de algunos aborígenes sudamericanos

El cronista Pedro Cieza de León,  desde 1535 a 1550 recorrió el occidente sudamericano desde Santa Marta, en Colombia, hasta Potosí en Bolivia. Hombre ávido de conocimiento, recogió un enorme caudal de información relativo a los pueblos aborígenes que conoció, entre otros temas, sobre los ritos fúnebres.

Lo primero que llamó su atención fueron las diferencias en la disposición final del cadáver. En Cuzco los embalsamaban y sentaban en unos asientos llamados duhos, vestidos y adornados de lo más principal que ellos poseían. En otros lugares los tendían en barbacoas o camas hechas de cañas o bien  sentados dentro de hondas sepulturas.

Había pueblos que  a sus muertos dentro de sus casas entierran... en grandes bóvedas… o bien envueltos  en un pellejo de una oveja -llama- fresco, y con él los cosen formándoles por de fuera el rostro, narices, boca…

Otros pueblos los sepultaban en lo alto de los cerros;  en cambio, los  habitantes de la desértica costa subecuatorial del Océano Pacífico no  tenían otra opción que enterrar a sus muertos en el inestable suelo arenoso, que el viento revolvía constantemente dejando pronto al descubierto los cadáveres. El cronista cuenta la impresión que le causaba ver,  cuando andaba por esos arenales  gran número de calaveras y… sus ropas, ya podrecidas y gastadas con el tiempo, expuestas impiadosamente a la intemperie.

Era norma general sepultar a los grandes señores con sus mejores posesiones, sus armas de guerra, abundantes alimentos y chicha, pero había otra costumbre muy generalizada, verdaderamente terrible: meter en las sepulturas mujeres vivas integrantes del harén del fallecido y también  muchachos. En algunas regiones, los señores comarcanos, para honrar al muerto le obsequiaban de sus indios y mujeres dos o tres, y llévanlos donde está hecha la sepultura y allí, en un acto que podemos interpretar como de caridad, les daban  mucha chicha, tanta, que los embriagaban hasta que perdían el sentido y entonces los metían en la sepultura para que tenga compañía el muerto… de manera que ninguno… muere que no lleve de veinte personas arriba en su compañía...

Señala el cronista que, por lo general, los destinados a ser sepultados vivos aceptaban su suerte, pero hubo un caso de resistencia del que fue testigo: Escribe que estando en ... Cartagena... siendo en ella gobernador... el licenciado Juan de Vadillo, de un pueblo llamado Pirina salió un muchacho y venía huyendo adonde estaba Vadillo, porque le querían enterrar vivo con el señor de aquel pueblo, que había muerto... El muchacho,  aterrado, fue a  buscar la protección de quien, por el cargo que tenía y por su formación cultural sería capaz de salvarlo: el gobernador español que lo acogió, amparó y libró del horrendo fin al que lo destinaban.



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