El cronista Pedro Cieza de León, desde 1535 a 1550 recorrió el occidente
sudamericano desde Santa Marta, en Colombia, hasta Potosí en Bolivia. Hombre
ávido de conocimiento, recogió un enorme caudal de información relativo a los
pueblos aborígenes que conoció, entre otros temas, sobre los ritos fúnebres.
Lo primero que llamó su atención fueron las diferencias en
la disposición final del cadáver. En Cuzco los embalsamaban y sentaban en unos
asientos llamados duhos, vestidos y adornados de lo más principal que ellos
poseían. En otros lugares los tendían en barbacoas o camas hechas de cañas o
bien sentados dentro de hondas
sepulturas.
Había pueblos que a
sus muertos dentro de sus casas entierran... en grandes bóvedas… o bien
envueltos en un pellejo de una oveja
-llama- fresco, y con él los cosen formándoles por de fuera el rostro, narices,
boca…
Otros pueblos los sepultaban en lo alto de los cerros; en cambio, los habitantes de la desértica costa
subecuatorial del Océano Pacífico no
tenían otra opción que enterrar a sus muertos en el inestable suelo
arenoso, que el viento revolvía constantemente dejando pronto al descubierto
los cadáveres. El cronista cuenta la impresión que le causaba ver, cuando andaba por esos arenales gran número de calaveras y… sus ropas, ya
podrecidas y gastadas con el tiempo, expuestas impiadosamente a la intemperie.
Era norma general sepultar a los grandes señores con sus
mejores posesiones, sus armas de guerra, abundantes alimentos y chicha, pero
había otra costumbre muy generalizada, verdaderamente terrible: meter en las
sepulturas mujeres vivas integrantes del harén del fallecido y también muchachos. En algunas regiones, los señores
comarcanos, para honrar al muerto le obsequiaban de sus indios y mujeres dos o
tres, y llévanlos donde está hecha la sepultura y allí, en un acto que podemos
interpretar como de caridad, les daban
mucha chicha, tanta, que los embriagaban hasta que perdían el sentido y
entonces los metían en la sepultura para que tenga compañía el muerto… de manera
que ninguno… muere que no lleve de veinte personas arriba en su compañía...
Señala el cronista que, por lo general, los destinados a ser
sepultados vivos aceptaban su suerte, pero hubo un caso de resistencia del que
fue testigo: Escribe que estando en ... Cartagena... siendo en ella
gobernador... el licenciado Juan de Vadillo, de un pueblo llamado Pirina salió
un muchacho y venía huyendo adonde estaba Vadillo, porque le querían enterrar
vivo con el señor de aquel pueblo, que había muerto... El muchacho, aterrado, fue a buscar la protección de quien, por el cargo
que tenía y por su formación cultural sería capaz de salvarlo: el gobernador
español que lo acogió, amparó y libró del horrendo fin al que lo destinaban.