Testimonios de un soldado-cronista
El soldado-cronista Bernal Díaz del Castillo, integrante de la hueste de Hernán Cortés, también dejó valiosos testimonios sobre temas médicos. Fue un hombre de vitalidad extraordinaria que después de una vida llena de aventuras y riesgos, a los 84 años, estando ya sordo y con la vista muy disminuida, reunió sus recuerdos de la conquista en una de las crónicas más hermosas que se han escrito: Historia verdadera de la conquista de Nueva España.Los suyos son testimonios de vida muy interesantes porque, entre otras cosas, nos muestran los padecimientos del hombre de aquel tiempo en general, y del soldado de la conquista en particular.
Nos habla del Mal de llagas y del Mal de lomos refiriéndose a las ulceraciones y dolores que se les producían en hombros y espalda por tanto marchar cargando armas y pertenencias.
Habla del hambre que los inducía a comer alimentos que a veces los intoxicaban. De la sed que los enloquecía hasta hacerlos arriesgarse irreflexivamente en busca de agua. Era tanta la sed que tenía –escribe en un capítulo- que aventuraba mi vida por me hartar de agua. Y agrega que cuando alguno conseguía un poco de ella, lo defendía fieramente porque -dice- [para] la sed no hay ley.
Habla de dientes quebrados por los hondazos de los indios, pero también por masticar duros granos de maíz que, muy a menudo, era el único alimento que tenían.
Se refiere al riesgo de vivir en las que llama tierras dolientes -es decir, malsanas-, como era la costa de Vera Cruz donde permanecieron casi dos meses antes de emprender la marcha a la ciudad de México-Tenochtitlán, región baja, húmeda y caliente e infestada de mosquitos transmisores de malaria.
Otro padecimiento que menciona era la falta de sal que sufrieron durante largos días en el trayecto entre Veracruz y la ciudad de México. ¡Y qué decir de los encuentros con los indios de los que todos salían cada cual con su herida! Éstas no sólo entrañaban dolor e incluso la dificultad o imposibilidad de movilizarse, sino también la amenaza de la infección. Para evitarla las cauterizaban con aceite hirviendo pero había veces que no lo tenían y, entonces, sacaban el unto -la grasa- de un muerto, lo fundían y lo vertían sobre las heridas. Podemos imaginar el sufrimiento extra que esto acarrearía fuera de las feas cicatrices que dejaría.
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