Quien piensa que las armas químicas son invención moderna, se equivoca. Existen desde los comienzos de la humanidad y fueron usadas por los más diversos pueblos, entre otros, por los aborígenes americanos que eran expertos en ellas.
Se valían de gases letales y de púas y flechas envenenadas con substancias mortíferas. Entre los gases, el más usado era el de ají, fruto americano algunas de cuyas especies tienen zumos extraordinariamente irritantes. En las guerras, ciertos pueblos acostumbraban quemar grandes cantidades para producir humaredas que, con la ayuda del viento, empleaban contra sus enemigos como estornudatorio, es decir, como desencadenante de una seguidilla de estornudos tan violentos, que los dejaban imposibilitados de defenderse. Tan brutal era el efecto de este humo o gas, que hacía abortar a las mujeres.
Lo empleaban no sólo contra los enemigos, sino para ejecuciones: encerraban al condenado en una cámara y le daban humazos de ají hasta que moría. Entre los incas, al culpable de tener amores con alguna Virgen del Sol, lo colgaban por los pies sobre brasas en las que humeaba polvo de ají. Finalmente, los mexicas lo usaban en cantidades pequeñas para castigar a niños desobedientes.
Ciertos aborígenes de una región de Canadá mezclaban venenos provenientes de hojas de árboles, de hierbas y frutos, y luego quemaban la mezcla sobre haces de leña untada con grasa de lobo marino lo que producía un humo espeso y pesado que tenía la ventaja de no dispersarse fácilmente en el aire, y que, si no mataba al enemigo, por lo menos lo cegaba dejándolo fuera de combate.
El arma química más difundida era la yerba venenosa, quizá por ser de más fácil aplicación y no depender de los vientos. Aunque el término yerba induzca a pensar en substancias de origen vegetal, los componentes del veneno solían incluir algunas de origen animal.
Cada tribu poseía su fórmula secreta y en la composición se mezclaban jugo y savia de plantas tóxicas, veneno de hormigas, alacranes, víboras, arañas, medusas, alimañas ponzoñosas, y todo ello se cocinaba junto. Era requisito fundamental que la operación se realizara en sitio alejado del poblado pues el humo que despedía la cocción era tan letal, que las personas encargadas de prepararla -mujeres esclavas o viejas-, solían morir de sólo aspirarlo lo cual era una macabra garantía de calidad del menjunje.
Luego dentro de él se echaban pequeñas púas acanaladas y se dejaban un rato para que se embebieran, tras lo cual quedaban listas para usar. Las colocaban entre el follaje que bordeaba las sendas y en las puntas de las flechas. La púa era tan aguda que penetraba profundamente en la carne donde el veneno comenzaba a dispersarse por el torrente sanguíneo.
Había venenos de acción rápida como el curare y el pakurú, que mataban en una hora, pero había otros extremadamente crueles que provocaban una larga y desesperante agonía de hasta una semana de duración. De este tipo fue el que emplearon contra el capitán Diego de Rojas.
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