Habitantes numerosos del San Miguel de mi infancia eran los
perros. Muchos nacían en la calle y pasaban su vida en ella, a la buena de
Dios, pero había otros domésticos y calculo que cada vivienda
contaba con unos dos o tres. Por lo general eran caschis, sin
raza ni “prosapia”, de variada altura y pelaje o bien pelados del
todo como los extinguidos perros pila cuya pelambre se reducía
a un copete crespo en la cima del cráneo. Tanto unos como otros eran callejeros
por antonomasia pues los domésticos tenían por hábito salir diariamente a
pasear y regresaban a sus hogares sólo para comer y dormir o porque lloviera
torrencialmente. Circulaban por las aceras e ingresaban a bares, iglesias,
escuelas, oficinas públicas en seguimiento de sus dueños no obstante los
esfuerzos de éstos por alejarlos o ignorarlos. Resultaban una especie de plaga
para la ciudad y la pauta lo da el hecho de que la Municipalidad creó
una repartición especial para reducirlos: La perrera.
Su brazo ejecutor era un camión-jaula que
recorría las calles con un empleado que enlazaba a los canes y los echaba
dentro por una tapa-trampa existente en su parte superior. El espectáculo que
ofrecían los capturados era doloroso pues el instinto les decía que tenían las
horas contadas y así en era efectivamente: el can al cual sus dueños no
rescataban eran “ejecutados”. ¿Y de qué modo el dueño se enteraba de que su
cuadrúpedo había sido capturado? Generalmente mediante la solidaridad vecinal
pues no faltaba alguno que hubiera presenciado la captura y se llegaba a su
casa con el afligente mensaje: “¡A ………. (y aquí decía el nombre del capturado)
lo ha agarrado La Perrera!” Al escuchar esto, el dueño sin dilación debía
salir a rescatarlo sin olvidar llevar dinero para pagar una multa.
Teresa Piossek Prebisch
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